Nadie sabia como nos sentíamos los boricuas en la diáspora. El sentimiento de impotencia se combinaba con dolor, desesperación y hasta vergüenza de no poder estar allí. De alguna forma u otra y aunque no quisiéramos había que reconocer que seguíamos siendo boricuas, pero no residentes y eso era lo que nos dolía. Era como el “reality check” que nunca habíamos hecho.
Nadie dormía en paz, ya era rutina levantarse, buscar el celular y comenzar a informarnos. Nos la ingeniamos para enterarnos de todo lo que estaba pasando en nuestra isla. Desde las disculpas del gobernador, hasta los perreos combativos en el Viejo San Juan. Es más, teníamos mejor conocimiento de lo que estaba pasando, que nuestros amigos y familiares en Puerto Rico. Nos encargamos de llamar diariamente a mis nuestros abuelos, tíos, padres y amigos. Solo para que nos contaran como iba la cosa y por supuesto para explicarles a detalle las razones de porque era importante manifestarse.
Yo me sentía más boricua que nunca y a como diera lugar quería asegurarme de que estaba poniendo mi granito de arena en ese momento histórico. Claro, para calmar la conciencia y la tristeza de no poder estar allí.
Lo increíble era que, para nosotros, los que vivimos lejos de la isla no bastaba con la presión que sentíamos por el revolú del chat, corrupción, las exigencias de renuncia y la desesperación de un pueblo que por años había sido engañado. Teníamos que soportar críticas, preguntas incomodas y comentarios no deseados. En otras palabras, solo por ser boricuas estábamos en el lente del ojo público. Por lo tanto, si comentabas algo tenias que estar preparado para la insensibilidad de la gente ante la situación. Paulino, mi esposo, le comento a su jefe de lo que estaba pasando en Puerto Rico y la respuesta que recibió fue esta, “ya no te debes preocupar por eso ya tu no vives allí, tu deber es preocuparte por aportar y ser un mejor ciudadano para Texas. Esta es tu nueva casa.”
No había bien terminado de contarme y ya por mi boca salía un “pero que se cree” bien gritado y con buen énfasis, seguido por un “claro, es que aquí son unos insensibles y no saben nada de nuestro país”, afirme. Puede ser que sus palabras me incomodaran porqué algo de verdad dijeron o podría ser que mi efusividad se debía a que solo llevaba dos semanas y unos días en este nuevo país, Estados Unidos de América. Como también podía ser que no me acostumbraba a la idea de vivir aquí. Poco me faltaba para montarme en el primer avión que encontrara con destino a Puerto Rico. Me sentía rara y cansada de escuchar “welcome to America”, como si viniera del otro lado del mundo o de una isla desierta, sin luz eléctrica y agua potable. Sin contar las veces que he tenido que explicar que soy puertorriqueña y que también tengo ciudadanía estadounidense.
Es difícil explicar que, aunque sobre nosotros cae la ciudadanía estadounidense, llevamos la puertorriqueña en el corazón y en muchas ocasiones va por encima de cualquier cosa. Por eso, se nos hace difícil dejar nuestra tierra y hacernos parte de a una nueva cultura que nos diferencia desde su idioma hasta su comida y costumbres. Sin embargo, lo hacemos en nombre de una mejor vida y soñando que algún día volveremos a Puerto Rico. Aunque este viaje comienza con el deseo de volver, el tiempo, las comodidades, la distancia, el nuevo estilo de vida y la situación de Puerto Rico difuminan la llama de esperanza hasta casi desaparecer.
Muchos miramos desde lejos hasta donde ha llegado la corrupción, el descaro y el interés de los incompetentes lideres puertorriqueños. Por eso, este evento fue un despertar borincano que nos lleno de valor para luchar, nos llevo a la unión, solidaridad y despertó en todo boricua el deseo de algún día volver a casa.
Este clamor unánime que le dio la vuelta al mundo era más que el movimiento #rickyrenuncia era la iniciativa que marco en la vida del puertorriqueño un antes y un después. Nosotros la diáspora, dejamos de ser señalados como los que se quitaron y comenzamos a ser categorizados como el grupo de boricuas que pago el precio más alto gracias a la ineptitud de nuestros lideres.
La unión que cruzo fronteras y marco la historia hacia que nuestro corazón latiera con fuerza, nos tenia cantando la borinqueña a todo pulmón, admirando a Jay Fonseca, siguiendo a Residente y aceptando a Bad Bunny y su interés hacia nuestra isla. En esos días desaparecieron las criticas y prevaleció el “yo soy boricua, pa’ que tu lo sepas” por todas las calles del Viejo San Juan y las plazas de cada pueblo. Por primera vez todos queríamos lo mismo y nos motivábamos mutuamente para resistir, persistir e insistir.
Aquella noche nos cansamos y el pueblo puertorriqueño se manifestó en nombre de todo boricua en y fuera de la isla. De lejos veíamos la desesperación, pero también veíamos a un gobierno que jugaba con nosotros y nos tenia en incertidumbre. Cuando el rumor de renuncia se intensificó, la presión aumentó. No podíamos más, dejamos todo y nos conectamos todos a algún noticiero, Facebook Live o alguna fuente que nos permitiera ver el famoso discurso del gobernador.
En fin, allí estábamos todos en distintas partes del mundo, sin movernos y listos para escuchar al gobernador pronunciar la palabra que le daría la victoria al pueblo por primera vez, “renuncio”. Cuando lo dijo, el espíritu de celebración se apodero de las calles. Finalmente lo habíamos logrado, a corta o a larga distancia, era nuestra victoria. Esa noche todo el que era vecino de un boricua y no la sabía esa noche se enteró gracias a los brincos y gritos de alegría. Aun faltando mucho camino por recorrer y un gobierno que cambiar, en cada boricua volvió a brillar la esperanza, a cantar el coquí, a bailar la bomba y la plena y a ver hondear la mono estrellada al son de la Borriqueña más alto que nunca.
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